En una jaula de cristal

Siempre he querido escribir un diario, pero con un afán voyeurista. A pesar de ser reservada creo que cuando hay un incendio es bueno echarle un gran chorro de agua, por eso escribo esto como letras arrojadas al viento desde una urna transparente.

domingo, 27 de agosto de 2006

La vida en blanco



En algún momento pensé que la felicidad estaba emparejada al movimiento, al conflicto, al ir y venir de todo, a la convulsión... Sin embargo he comprendido sin esfuerzo que no hay nada que te haga más feliz que el equilibro. Y la felicidad a veces puede ser algo simple y tomar la forma de una buena taza de café, un cigarro mentolado, un beso de alguien que quieres, un guiño de ojo de mi abuelo o el ruido de la televisión a lo lejos mientras alguien que amas te llama a dormir a su lado.

Queriendo vivir un capítulo de la Familia Ingalls


Tantas vueltas, tanto negar que soy igual a mis amigas a las que les gustan los sitios de moda y los chicos exclusivos y de marca. Tanto decir que yo no quiero casarme ni tener hijos. Tanto proclamar que me gusta pagar mis cuentas o que no necesito a un hombre a mi lado.

Haber gritado a los cuatro vientos que yo soy diferente, que no me importa estar subidida de peso, que me da igual si me salen o no arrugas, que puedo comer y comer hasta reventar sin sentirme culpable.

Haberle dicho el otro día a mi prima que qué carajo me importa que Vanessita viva en Estados Unidos, con su esposo, su hijo, su perrito y su mini van.

Tanto rajar de mis amigas de colegio porque no pueden ir ni a la esquina si su novio no las recoge y las deja en la puerta de su casa aunque el pobre viva en el último rincón del mundo y ellas estén a solo dos cuadras del lugar a donde irán. Haberle dicho a mi madre hace unos días que no me interesa tener 25 años (¡UN CUARTO DE SIGLO!) y estar sola (o acompañada pero que es casi como si estuviera sola) y que me da igual que ella se haya casado a los 23, que pocos años después ya tuviera tres hijos preciosos y un marido que hasta le ataba los zapatos. Haberle dicho que no importa que a los 25 años ella ya fuera toda una magíster que además había tejido todos nuestros guardarropas.

Haber repetido a voz en cuello una y otra vez todas esas cosas para venir a darme cuenta que yo soy exactamente igual a cada una de esas mujeres. Que en el fondo nada me haría más feliz que recibir un ramo de rosas rojas el día de San Valentín. Ponerme a pensar que qué lindo sería que mi novio pague todas mis cuentas, me regale los perfumes que me gustan, saque su tarjeta de crédito y me solucione la vida, me lleve en taxi todos los días y tenga una casa en la playa donde podamos hacer parrilladas todos los sábados. Reconocer que siento cierta envidia (y no siempre de la sana) al saber que a pesar de ser una bruta Moniquita acaba de comprarse un depa lindo y su marido es el accionista mayoritario de la empresa. Bajar la cabeza, cuando los relojes se atrasan y mi novio -que no es mi novio porque a pesar de que estamos juntos hace mil años, este dedo no tiene ningún anillo y al parecer no lo tendrá- se retrasa por milésima vez y ver como todo el mundo a mi alrededor me mira y no tener más que decir que qué a mí no me importa porque yo soy diferente; que a mí esas cosas superfluas me valen madre porque yo soy una mujer independiente, hecha y derecha, demasiado inteligente para preocuparme por un hombre, por mi físico o por las apariencias. Haber dado tantas vueltas para darme cuenta que a veces me gustaría vivir un capítulo de la Familia Ingalls o una temporada de esas series americanas donde los esposos son perfectos, las familias lindas y no hay hipotecas ni cuentas ni programa Mi Vivienda, sino que todos viven despreocupadamente en una casita con cerca blanca y tienen un perrito llamado Blackie que les mueve la cola cuando llegan del trabajo. Añorar esas series "fantásticas" donde uno tiene una familia hermosa, donde no hace falta el dinero porque se puede vivir del amor, donde uno no tiene que preocuparse por conseguir un trabajo donde gane más de 2000 soles, este en planilla y tenga seguro médico, CTS y todas esas pachotadas que pueden aligerarle a uno el viaje. Haberle dicho a todo el mundo que no extrañas que alguien te diga: "te amo" o "qué linda estás hoy día" o "quiero tener hijos contigo". Decir sacando pecho que a mí, mi novio no me prohíbe nada, que nunca me ha dicho: "no te pongas ese escote" o "quítate ese pantalón que se te ve todo el trasero". Que nunca tiene celos, que jamás me ha vetado ningún amigo ni me ha puesto reglas. Y a la misma vez desear en el lado más oscuro de mi podrida alma que se porte como un macho mexicano de pelo en pecho y me diga: "mi mujer no se va a vestir así" o "tú, no vas a ir a esa fiesta porque yo lo digo y punto" o que le dé un arranque de celos y me diga: "no ves más a ese huevón que lo único que hace es mirarte el culo mientras caminas o crees que soy un huevón". Haber dado tantas, tantísimas vueltas para llegar al punto en que me doy cuenta que soy igual, exactamente igual; hasta en algunas cosas soy un clon maligno y aumentado de todas, todas esas mujeres a las que en el fondo admiro con envidia.

sábado, 26 de agosto de 2006

Cada hijo es un pequeño clavo

Ahora que he andado soñando con cosas raras, acabo de recordar un capítulo de los Simpsons. Homero, el patriarca de la familia, se había puesto medio filósófico y decía que "el matrimonio es un ataud y cada hijo es un pequeño clavo". Por supuesto que Marge, Lisa y Bart pusieron unas caras horribles, pero pensándolo bien no tendrá Homero algo de razón? Porque si te pones a pensar, el matrimonio es una pequeña muerte y los hijos... bueno, los hijos son lindos pero no son como pequeñas muertes también?
Fácil que ahora van a pensar que ando obsesionada con esas cosas, (claro, como eres mujer!!! -dirán los machistas), pero de alguna manera medio agridulce Homero tiene algo de razón. Casarte y sentirte culpable cuando tengas ganas de pecar, tener hijos y preocuparte por llegar temprano a casa, recordar las malditas clases de matemáticas para ayudarlos en las tareas, comprarte tu diccionario bilingue para descifrar sus pinches deberes de italiano... Adquirir un cargamento con kilos de baba de caracol para borrarte las arrugas y tentar a la suerte para que algún día cuando camines por la calle en vez de escuchar el cotidiano: mamá, alguien te grite a voz en cuello: MAMASITAAAA!!!! Y luego, evitar acercarte al compañero de trabajo. A ese bancario bien peinadito que huele a Diavolo (mi madre siempre decía: enamórate de un bancario y serás muy feliz). No dejar de pensar en ese hombre que te mira las piernas cuando se te sube la falda azul del uniforme de la oficina, ese que te ha invitado a cenar más de tres veces. Y recordar que hace más de cinco meses que no haces el amor con tu marido, que se le van los ojos con las chiquillas guapas que caminan por la calle, que ya no te dice: pequeñita ni amor; sino el bebé está llorando!!!; hay que postegar las vaciones o lo siento, mi vida, hoy era nuestro anviersario? Y de nuevo, el compañero de trabajo, que ya tiene su doctorado en gestión empresarial, que además acaba de separarse de su mujer y tiene una mejor cuenta de ahorros que la que tú y tu marido podrían obtener con 200 años de sacrificios.
Después de toda esa carga sobre la espalda, díganme si EL MATRIMONIO NO TERMINA SIENDO UN ATAÚD Y CADA HIJO UN PEQUEÑO CLAVO.

Un matrimonio con la muerte

Hace tres años falleció mi mejor amiga, para ser específica dentro de dos semanas se cumplen tres años. Debe ser por eso que he tenido sueños tan extraños. Hace dos días soñé que tenía que asistir a un matrimonio. Mi madre y yo desparramábamos la ropa por toda la casa. Yo me ponía un vestido rosado con negro (el mismo que usé para el matrimonio de mi amiga), me peinaba, me maquillaba y de pronto me miraba las uñas y me daba cuenta que las tenía cortas,
cortísimas, casi al ras de la piel y pensaba: ¿Cómo he podido cortarme las uñas? ¿Cómo voy a ir al matrimonio con las uñas así, hechas una porquería? Entonces salía corriendo, apuradísima, pensando que era impensable ir al matrimonio sin haberme hecho una manicure. Y de pronto, mientras avanzaba, llegué a una especie de corredor largo y me di cuenta que no estaba en un matrimonio sino en un velorio. Entonces, empecé a mirar a la gente, el lugar, las coronas de flores. Miraba el cajón y me miraba las uñas. Cómo puedo estar pensando en estas trivialidades en un momento así -pensaba; y sólo me quedó bajar la cabeza mientras los ojos abiertos de mi amiga me recriminaban mirándome desde el cajón.

Re-inventándome

Mariko Mori explica las cosas mejor que yo. Hoy cumplo 25 años. Un cuarto de siglo y aún me siento tridimensional, absurda y bastante transparente.