En una jaula de cristal

Siempre he querido escribir un diario, pero con un afán voyeurista. A pesar de ser reservada creo que cuando hay un incendio es bueno echarle un gran chorro de agua, por eso escribo esto como letras arrojadas al viento desde una urna transparente.

domingo, 17 de enero de 2016

Almas gemelas

Enrique, acabo de llegar de la playa, tengo una tonelada de trabajo que hacer pero no me puedo concentrar. De pronto he empezado a pensar en ti y en que tú también estarías así un domingo por la noche si hubieras llegado de divertirte y te quedaran cosas pendientes que hacer, y antes de empezar con el trabajo tuvieras que sacudirte la última gota de adrenalina, el último chapuzón de electricidad para entregarte a la computadora y las palabras. Somos tan parecidos en tantas cosas. Tenemos corazones de tonalidades similares. La vida nos late de la misma manera. Pienso en los dos y en los pantalones rojos que teníamos hace algunos años en una foto parecida a esta y se me vienen a la mente tantos recuerdos felices, tantas formas de crecer que han pasado por nosotros todo este tiempo. Nuestro propios rituales individuales, nuestros rituales compartidos, nuestro espíritu workaholic, las chelitas nocturnas, las largas caminatas, el San Antonio de Magdalena... solo quiero decirte que es hermoso tener en la vida a alguien que tiene un corazón bueno y rojo y vibrante y que te entiende y que te abriga el alma y que ha llorado contigo y reído contigo tantas veces tantas veces tantas veces que el solo recuerdo de todo eso basta para darte felicidad. Los amigos son la familia que escoges, pero también la que con mucha suerte la vida te pone en frente para que te preste un libro de Andy Warhol, te regale una lata de sopa Campbell's, se burle de tu peinado de chibola, tenga contigo una larga conversación filosófica e intelectual o para que te acompañe un domingo solitario cuando más lo necesita. Los amigos como tú son los hermanos que uno escoge, los que te hacen creer que sí existen las almas gemelas.

martes, 12 de enero de 2016

La casa de Lucía

Siempre que paso por la avenida Javier Prado recuerdo que durante mucho tiempo hice ese camino para ir a la casa de Lucía. Es curioso, mi primer recuerdo no es que transité por allí once años para ir al colegio todos los días, sino que me detengo a pensar en cuando tomaba las combis de rayas rojo, verde y negro que me llevaban hasta esa casa. Ayer recordaba eso mientras viajaba en un micro por esa avenida e imaginariamente hacía el camino hasta la casa de Lucía.
Me gustaba visitar su casa. Lucía era divertida y su casa clara y acogedora. Tenían cubiertos con mangos de madera o acrílico, fierros donde se sostenían la cortina con tres estrellas, una en cada extremo y la otra en medio. Lucía reía, cantábamos la canción de Ana Gabriel y Vikki Carr, de Aterciopelados, comíamos la leche asada de su tía Bertha, usábamos el teléfono para llamar a chicos, amigas... Una vez tuvo un fulbito de mano, otra una máquina de Pinball. Me gustaba ir a su cuarto espacioso y blanco, donde ella había dibujado la silueta de una mujer y nos tirábamos en la cama y nos reíamos, siempre nos reíamos. En ese entonces no llorábamos, no teníamos dramas, jugábamos y éramos felices. Yo miraba su colección de perfumes en miniatura, espiábamos la piscina de la casa de abajo, por la ventana. Veíamos televisión en la sala. Correteábamos por los pasillos. Es curioso, no es la casa en la que más la he visitado, ni en la que hemos estado más solas, ni en la que hemos hablado de los grandes dilemas de la vida, pero es la casa en donde empezó nuestra amistad. En donde yo me sentía libre y feliz en su pequeño, claro y hermoso mundo. Es la casa donde aprendí de sus canciones, de donde me recogieron para ir a la fiesta de preprom (cuando ella se fue a jugar basket por la mañana y no se puso bloqueador y mi mamá tuvo que ponerle maquillaje). Es la casa donde me sentía parte de algo por primera vez: una amistad. Por eso ayer que pasaba en ese micro por la Javier Prado iba escribiendo en mi mente estos y otros recuerdos que tenía de Lucía y su casa (y también algunos de Lucía y mi casa). Nos hemos visto mucho en los últimos años, siempre en otras casas y no en aquel condominio de estructura aglobada a la que los chicos de nuestra clase llamaban el panal.Muchas otras casas han pasado y muchos otros momentos intensos de nuestras vidas, pero fue en esas casa donde nos hicimos amigas, donde fui a verla cuando estaba embarazada de Marina, donde celebramos el nacimiento de la niña, donde vi por última vez a las personas de mi clase en una fiesta que hizo unos meses después de terminar el colegio, donde me enamoré de los cubiertos con mango, vi por primera vez una cruz franciscana y un estuche con perfumes en miniatura. Debe ser por todas esas cosas que ayer viajaba imaginariamente hasta allá y tocaba el timbre del intercomunicador para ver a Lucía salir al balcón y decirme que espere. Mientras yo, abajo, escucho a los perros Doberman (que se encuentran tras unas rejas) ladrar y ladrar y voy empequeñeciendo agarrándome a la reja de afuera. Lucía aparece en la puerta de entrada de la casa, me dice que no tenga miedo y se acerca a abrirme la reja de la calle para entrar conmigo, para que no me asuste. Así era siempre que la visitaba en esa casa, y así ha sido todos estos años: Lucía abriendo puertas, Lucía y la seguridad de tenerla, Lucía y nuestra amistad.