En una jaula de cristal

Siempre he querido escribir un diario, pero con un afán voyeurista. A pesar de ser reservada creo que cuando hay un incendio es bueno echarle un gran chorro de agua, por eso escribo esto como letras arrojadas al viento desde una urna transparente.

miércoles, 26 de septiembre de 2018

El llanto

He llorado todo el día. No sé por qué exactamente. He visto varias películas: todas me han hecho a llorar, desde la mañana a la noche. No eran particularmente conmovedoras o lacrimógenas, pero yo no he podido reprimir el llanto. No ha sido como cuando veía algo y tímidamente me salía un lagrimón y aprovechaba para dar rienda suelta al llanto largo y tendido: lloraba porque nunca podía hacerlo y aprovechada cualquier ocasión para profundizar en las lágrimas. Ahora, más bien, trato de reprimirlo: lloro por todo. Es algo incontenible, no puedo dejar de hacerlo. Mi llanto resulta a veces demasiado ridículo. No sé por qué lloro, no sé por qué todo me conmueve. Parece que desde hace algún tiempo (demasiado tiempo ya) tuviera las emociones a flor de piel y todo me toca, más bien todo me desgarra. No quiero acabar con los ojos ridículamente hinchados por ver una película de locos chinos millonarios donde hay bonitas propuestas de amor o por ver una escena de discriminación a una discapacitada donde ella se defiende empoderadamente. No tienen sentido mis lágrimas. Tal vez lloro porque me apena ver todo aquello que no tengo (románticas propuestas de amor, valor para mandar a los que me maltratan al diablo). No sé... tal vez, como en mi antigua estrategia, el llanto se ha convertido en una especie de catarsis silenciosa que se asoma para compensarme por todo lo que no he podido llorar, solo que ahora esta no es voluntaria, solo que ahora tengo algo que me llora por dentro y sale, sale, y sale, para que yo no me quiebre, para que pueda funcionar todos los días y en el mundo real.
Quisiera volver a ser un poco como antes: la chica que no lloraba, la que no dejaba paso a la conmoción. Quisiera ser un poco más dura, hacer que cesen las lágrimas, poder ver una película sin sentirme ridícula.
Me siento un poco triste, no porque realmente lo esté, no porque tenga un motivo sólido, sino porque en algunos momentos no me entiendo. Escribo para entenderme, pero esta vez no logro hacerlo del todo o no quiero profundizar en ello: ya he aprendido que no debo abrir heridas que no voy a poder cerrar. Y aquí me ha pasado eso, debo haber abierto una puerta en algún momento que ahora no puedo cerrar. Y no sé... me he servido un wisky con cranberri (he estado tomando mucho wisky en estos días, me siento mayor) para palear esta sensación rara, este no sé que y pasar a otro plano, mañana será otro días, espero que sin lágrimas.

miércoles, 5 de septiembre de 2018

El dolor

Es extraño cómo nos acostumbramos al dolor. Por estos días entre un tema médico y lo que significa no tenerlo, lo extraño. Extraño que me duela, que me haga querer rasguñar las paredes, clavarme las uñas en las palmas de las manos. Extraño ese dolor. Casi estaba tan acostumbrada a tenerlo que cuando no ha ocurrido he dejado de tomar pastillas para volver a sentirlo, para saber que aún está allí (y todo lo que eso implica biológicamente). Es casi como si quisiera castigarme por no tenerlo.

Extraño mi dolor, por mucho tiempo lo odie y luché contra él, pero ahora lo necesito para saber que todo está bien conmigo, con mi cuerpo. Extraño la costumbre del dolor. Ojalá y ahora apareciera y me tumbara y me inundara y me dejara en cama, con ganas de tomar mil pastillas. Si viniera el dolor se iría la preocupación y sabría que nada malo está pasando conmigo, que todo está bien, que todo es como siempre, que mi cuerpo no está cambiando, envejeciendo, mutando. Qué paradoja, me duele el dolor que no tengo.