En una jaula de cristal

Siempre he querido escribir un diario, pero con un afán voyeurista. A pesar de ser reservada creo que cuando hay un incendio es bueno echarle un gran chorro de agua, por eso escribo esto como letras arrojadas al viento desde una urna transparente.

domingo, 28 de septiembre de 2014

Esa melancólicas cosas de la infancia

Casualmente al abrir una bolsa olvidada en el "cuarto de depósito" de mi casa he encontrado el primer cuento que leí en el colegio para aprender francés. Ha sido curioso y difícil...
El hipopótamo está tan feliz con su traje nuevo:
es el mejor vestido de la fiesta 
Al borde de la riviera el hipopótamo, escondido, 
mira enamorado a la jirafa
No sé porque (mejor dicho sí imagino pq pero es algo de lo que nunca hablo) encontrar cosas de la infancia siem-
pre me pone un poco melancólica. Al principio, me da una exaltación terrible, casi obsesiva, de investigarlo todo, de recordar exactamente cómo llegaron esas cosas a mi, de saber qué circunstancias me rodeaban entonces... Y todo me juega en contra porque me asaltan los sentimientos de la chiquititud, la pena por ese paraíso perdido (nunca tenido) y todo se va a la mierda un poco, me empieza a dar pena, mucha pena, no las cosas en sí (el libro encontrado)... sino todo la avalancha que se me viene.
Todo queda arruinado cuando su traje
de pintura desaparece por la lluvia y queda
desnudo frente a todos
Entonces, ahora, encuentro el cuento del hipopótamo enamorado de la jirafa y me acuerdo de lo mucho que me gustaba, casi puedo recordar de memoria las canciones, las palabras, el alfiletero en forma de hipopótamo que nos hizo hacer la miss y que mi madre cosió en la noche quejándose de que era muy difícil hacer la forma de un hipopótamo (pero a pesar de eso quedó muy simpático y todavía está en su cajón, es más hoy luego del hallazgo del libro fui a buscar el alfiletero...). Y yo veo el libro y recuerdo que en los tiempos del colegio yo me sentí muchas veces como ese hipopótamo, torpe, gordo y feo enamorado de una jirafa altiva, presumida y hermosa. Solo que yo no estaba enamorada de ningún niño (tampoco me sentía acomplejada), estaba enamorada del mundo, de la idea de tener amigos, de ser feliz y sin embargo frecuentemente terminaba siendo como el hipopótamo, que cuando por error o buen azar es invitado a una fiesta siempre termina vulnerable y solo luego de haber hecho una tontería. Ese contraste fuerte de ser un hipopótamo feliz y el mejor vestido que llega a la fiesta con un traje hecho de pintura, y luego, ser atrapado por la lluvia y que todos los invitados de la fiesta lo vean quedar desnudo y avergonzado y se burlen de él, es fuerte y conmovedor para mi. Y como siempre que me encuentro con cosas de la niñez, esta vez me he obsesionado leyendo el libro, cantando las canciones, mirando las figuritas. Cuando encontré el libro solo podía recordar eso: la alegría que tenía cuando cantaba la canción principal, la cual he recordado y tarareado todos estos años. Es curioso que estos recuerdos que tengo ahora, en este momento, no estén asociados necesariamente al libro en primer lugar. Es mi rollo con la infancia, creo, y la carga que le he dado, la que he venido descubriendo poco a poco y la que creo que ahora me conduce a ver líneas paralelas entre el cuento, mi gusto por él y por lo que siento o he sentido. Y no puedo evitar sentir empatía por el pobre hipopótamo buenote y bien intencionado. No puedo evitar recordar todas estas cosas que me lastiman levemente y que me obligan a hacer un alto para escribir, dispersarme, distraerme y que me deje de doler un poquito el corazón. 

viernes, 19 de septiembre de 2014

El largo y doloroso camino de la ausencia

Desde niña le he tenido miedo a la ausencia. Recuerdo claramente haber tenido pocos años (seis o menos de 6, no sé si ya estaba en el colegio o no) y estar parada en la sala de mi casa, mi abuelo no llegaba, había salido hace demasiado rato y no llegaba, y mi madre preguntó por él y probablemente dialogó con mi padre sobre la prolongada ausencia de mi abuelo (no lo recuerdo bien, pero debe haber sido así), y yo lo escuché desde la sala y dije en voz alta, lo que tantas veces había repetido para mis adentros cuando me quedaba sola, lo dije mirando al cuadro de María auxiliadora que está detrás de la puerta de la casa de mis padres: "Por favor, Virgencita, que regrese mi abuelo, que no se vaya a morir". Debo haber tenido conciencia de que estaba diciendo una estupidez, debo haber sabido de que una ausencia no significaba una muerte; pero aún así, mi temor por la ausencia de mi abuelo era más fuerte que el bochorno de quedar en ridículo frente a mis padres. Y me atreví a decir eso cruzando las manos frente al cuadro de la Virgen en presencia de mis padres. Y, claro, recuerdo a mi madre haberse reído de mi y decirle a mi padre: "Oye, escucha lo que dice esta" (eso lo recuerdo vívidamente).
Recuerdo también haber estado en el supermercado con mis padres (no recuerdo si uno de ellos o los dos). Tengo la noción de haber sido pequeña. Uno de ellos o los dos (según fuera el caso) me dejo en la caja registradora pq se había olvidado de algo (no recuerdo qué) y para mi el tiempo sola frente a la caja registradora se hizo eterno y pronuncié una sentencia parecida a la Virgen ("que vengan mis padres, que no se vayan a olvidar de mi, has que yo no note el paso del tiempo y que ya estén aquí"), y empecé a llorar o por lo menos hice el amago de querer llorar y una sra. me decía que no llorara, que mis padres volverían pronto, y llegó mi madre (mi memoria recuerda que era mi madre) y me dijo: "bah, porque lloras" (no con fastidio ni con sorna sino con asombro, como si ella tuviera interiorizado el hecho de que yo no tenía ningún motivo para llorar).
El otro hecho que recuerdo ocurrió creo que en mi cumpleaños de 5 para 6. Yo estaba con un vestido rosado. Era de noche (debe haber sido avanzada la tarde, entrada la noche) y no llegaban mis tíos a saludarme. Éramos yo, mi abuelo, mis padres y mi hermano. No llegaba nadie. Yo entraba y salia del cuarto de mis padres (donde estaba el televisor grande) y no llegaba nadie. Mi madre ponía los caramelos en los envases. Sacaba galletitas, papitas fritas y nadie llegaba. De pronto sonó el timbre, entró mi tío Alejandro (el hermano de mi abuelo), me trajo una cartera de un osito celeste de peluche, yo me la puse (sabía que no le iba con el vestido rosado pero me la puse, me gustó mucho esa cartera, me hizo sentir una mujercita) y nadie más llegaba y recuerdo haberle dicho a mi madre: "no llega nadie", y ella me respondió: "ya van a llegar". Y mi último recuerdo de ese día es verme metiéndome al cuarto de mis padres a ver la televisión con una gran incertidumbre y mi tío Alejandro como el único invitado presente. El año pasado le conté a mi madre ese recuerdo y ella lo tomó por poco cierto: "Siempre han venido todos tus tíos a todos tus cumpleaños". Claro, yo sabía, sé, que siempre han venido mis tíos a todos mis cumpleaños, pero también sé que ese recuerdo es real. Y que los otros anteriores tb lo son. Quizá no recuerdo detalles específicos pero recuerdo bien la sensación (esa misma que me acompaña en todos mis cumpleaños cuando va a llegar la hora de la convocatoria, esa misma que me acompaña cuando me dicen que me van a llamar a una hora, esa misma que siento siempre que tengo que esperar por algo), los hechos centrales. Todo eso ha quedado grabado en mi memoria. Y creo que lo recuerdo mejor porque a mi las ausencias me destruyen: los teléfonos apagados, el castigo del silencio, la comunicación cortada, el paso demencial de ese tiempo que no tiene un límite preciso, que no está en mis manos. Tengo 33 años y nunca he aprendido a manejar eso sin tener la misma sensación de los 5 años, sin sentirme la única en la fiesta, la que reza para que no aparezca la muerte, para que se acabe la ausencia. Nunca he podido convivir con el vacío, con la incertidumbre de la espera.
Escribir esto me ha ayudado a darme cuenta de dos cosas. La primera es que todos estos recuerdos de ausencia y vacío de los que he escrito están asociados de alguna forma a mi madre (quizá no sea sintomático que el año pasado haya descubierto que ella tuvo que hacer un viaje corto, de pocos días, cuando yo estaba de meses, creo que nunca hubiera hecho esa asociación si no hubiera sido por las sabias conversaciones que me brinda mi amigo Star Man Aquarius). ¿Puede ser quizá que mi yo-bebé-de-meses haya percibido el "abandono" de mi madre? ¿Puede ser que ese primer desapego forzado me haya llevado a sentirme tan abandonada que esa sensación se prolongue y se extienda a muchas cosas aún ahora? ¿Pude realmente haber percibido esa temprana ausencia materna? (No se me ocurre otro hecho que pueda relacionar con mi miedo a la ausencia, al paso ilimitado del tiempo, al abandono, nunca me ha pasado nada por el estilo). La segunda cosa es que no tengo la certeza de que sea mi madre la única que fue conmigo ese día al supermercado y me dejó sola frente a la caja registradora, pudo haber sido mi padre, pudieron haber sido los dos, pero yo solo la recuerdo a ella, a ella diciéndome: "bah, por qué lloras", y no es casual que solo la recuerde a ella y solo la mencione a ella en todos estos incidentes y la haya escogido para contarle el recuerdo de ese cumpleaños solitario. Como creo que tampoco es casual que en estos últimos años yo haya sentido la necesidad de reforzar mi conexión con ella, de pegarme a ella como un chicle, de seguirla cautelosamente para aprenderla. En el plano fáctico, en el real, en el físico (de la presencia física), ella siempre ha estado conmigo, aunque repensándolo: ¿no tenía que trabajar en diferentes turnos? ¿Eso no le impedía ir a mis actuaciones del colegio? Pero ¿no pasaba eso mismo con mi padre? ¿Y por qué no lo recuerdo a él? ¿Por qué no siento "su abandono"?
Hacia qué caminos insospechados me lleva este texto. Hacia dónde me ha llevado todo este rollo de la ausencia al que nunca le he hecho demasiado caso. Tengo 33 años. Aún me aloco cuando no me contestan el teléfono. Siento una especie de miedo zigzagueante cuando organizo una reunión, una fiesta de cumpleaños y va a llegar la hora pactada. Ya no lanzo plegarias a la Virgen. Me da rabia, coraje y miedo cuando en medio de una pelea me cuelgan el teléfono, me apagan el celular, me dejan sin saber cuánto tiempo volverá a pasar hasta que se reconecten conmigo. Tengo terror al vacío, al vacío de la ausencia, al tiempo que ha de pasar entre dos hechos cuando no sé exactamente cuánto tiempo será, cuánto tendré que soportar.