En una jaula de cristal

Siempre he querido escribir un diario, pero con un afán voyeurista. A pesar de ser reservada creo que cuando hay un incendio es bueno echarle un gran chorro de agua, por eso escribo esto como letras arrojadas al viento desde una urna transparente.

jueves, 8 de diciembre de 2016

Quiero pedirte permiso para escribir nuestra historia. Sé que no es relevante, digo tener tu permiso, es casi un escrito retórico, porque no estoy mandándote un mensaje a tu bandeja de correo o a tu Facebook donde expresamente te pida por favor que me dejes escribir de nosotros. Eso no lo haría, hace mucho tiempo creo que ya tuvimos una discusión parecida y llegamos a la conclusión de que yo podía escribir de lo que quisiera. Esos son los peligros de meterte con una escritora (o con alguien que trata de serlo). Claro que ese fue un permiso de doble vía, tú también puedes escribir sobre mí, aunque no creo que te interese hacerlo.
Quiero escribir de esto porque aunque han pasado entre nosotros (y más en mí) miles de "aunques" desde entonces aún hay momentos en que te llevo a flor de piel. Suena una locura, lo sé, pero nunca ha dejado de estar en discusión que yo soy un poco loca. Así que ahora me toca escribir sobre ti, de nuevo, una vez más, autoimpuestamente, hermosamente, locamente, como todas las nostalgias de añorar eso que nunca jamás sucedió. No me odies, piensa en mí de vez en cuando, yo también soy una especie en extinción.

domingo, 4 de diciembre de 2016

Cuando vas creciendo, a veces, empiezas a tomarle gusto a la tradición familiar. Las actividades que de chico te parecían bobas o aburridas ahora se vuelven recuerdos que es forzozo seguir manteniendo: celebrar el adviento frente a una corona e ir prendiendo cada una de las velas, cantar los cumpleaños a la medianoche, recbir un ramo de flores, beber chocolate los domingos decembrinos en el lonche postadviento, ir a misa en Navidad, comer bacalao en Semana Santa... Sí, vengo de una familia católica. Sí, muchas de mis tradiciones están relacionadas a la comida. Pero fuera de eso, uno empieza a extrañar que los lonches de hagan cortos, que no todos hagan una pequeña oración frente a la corona, que a veces ya no haya chocolate. Uno empieza a extrañar los paseos ruidosos que hacíamos cuando todos los jóvenes de la familia éramos chicos y alquilábamos una custer y nos íbamos todos fuera de Lima. Uno empieza a extrañar a la familia que ya no ve por Navidad (de hecho esta es la primera Navidad que no pasaré en casa de mis padres). Hoy mismo empiezo a extrañar que después del Adviento nadie haya hablado un poquito, abierto su corazón. Cuando era niña me fastiaba que interrumpieran los juegos del domingo para entrar a mi casa a leer una lectura bíblica y rezar. Siempre imaginaba que mis amigos miraban por la ventana y pensaban que pertenecíamos a algún culto o hacíamos brujería, porque nos veían a todos con la luz apagada, con velas prendidas y cogidos de las manos cantando en la oscuridad. Cuando estaba en la universidad me debatía entre querer estar en mi casa, pero preferir salir con mi enamorado de ese entonces. Ahora, me gusta esta ceremonia, me gusta compartirla con mi esposo también, extraño que ya no haya tanto espacio para compartir, para hablar, para mí muchas veces se convertía en un momento de catarsis.
Debe ser por todas estas cosas que soy la promotora número 1 de reuniones de Navidad, intercambios de regalos y demás, y más aún con los grupos con los que siempre me he reunido para estas fechas. Esas son mis propias tradiciones personales, y ahora, que estoy armando una casa me ilusiona saber que voy a tener el chance de crear tantas tradiciones nuevas...